En
los últimos tiempos se está produciendo una fuerte polémica acerca del sentido
de la magia y su cometido en el marco de las artes escénicas. El fervor
expresado a través de los múltiples posicionamientos y opiniones, así como el
desencuentro entre representantes y pupilos de las diversas escuelas y
tendencias teóricas, ha desencadenado la reflexión y profundización filosófica
inherente a cualquier forma de expresión artística.
Sería
conveniente preguntarnos cuál es el motivo por el que el ser humano permanece
cautivado ante el desarrollo y resolución de un acto ilusionista. De forma poco
precisa y tópica, los prestímanos solemos hacer referencia al niño que todos
llevamos dentro para explicar el proceso por el cual la magia provoca una
transformación parcial en quien la contempla o participa de ella. Aunque en
cierto sentido esta premisa no va del todo desencaminada, la falta de rigor
analítico y desarrollo conceptual la inhabilitan en la comprensión integral de
este aspecto complejo y esencial de nuestro arte. Veamos cual puede ser el
origen de este axioma aceptado por una gran parte de los magos contemporáneos.
En
primer lugar, la magia constituye espacios acotados donde el público es
invitado a jugar. El espectador puede relacionarse con las personas y elementos
que intervengan en dicho contexto especial según las necesidades del juego sin
ser, en principio, cuestionado según los criterios y pautas de comportamiento
características de una sociedad determinada. Además, el juego nos permite
adquirir insólitas identidades individuales y grupales así como dotar a los
elementos que lo conforman de nuevos significados. Este comportamiento,
reprimido educacionalmente, sólo es aceptado socialmente en la infancia o en
circunstancias excepcionales. Desde este punto de vista, observamos como la
magia nos libera y capacita ante la posibilidad de interactuar creativamente
con sujetos y objetos, dándonos la oportunidad de asumir roles distintos a los
propios.
Si
bien es cierto que el niño, libre y ajeno a la influencia unidireccional del
paradigma imperante, vive y acepta la experiencia de la magia con naturalidad,
sin condicionamientos externos y limitadores, el espectador adulto, para
alcanzar este grado de acrecentamiento perceptivo, debe detectar y neutralizar
cualquier intento psíquico de interpretación racional que diseccione los
sucesos mágicos en función de las visiones específicas de las tipologías
científicas.
Cuando
el espectador está dispuesto a desprenderse del peso de sus prejuicios
inoculados por la sociedad, y es capaz de abandonarse temporalmente a los
inescrutables dominios de su imaginación, despiertan los daimones y seres
mitológicos del sueño de la razón poblando paisajes secretos sin parangón. Los
sucesos mágicos desencadenados por la sabiduría ancestral del taumaturgo,
devuelven, temporalmente, el poder de su mirada al inconmensurable océano
cósmico.
Me
gustaría aclarar que al hablar de imaginación hago referencia al potencial más
poderoso del alma humana, capaz de percibir la naturaleza misma de las cosas
allá donde ésta permanece oculta tras la niebla de la razón, la misma que
precede a las ciencias y las tecnologías de vanguardia. Pero… ¿por qué este
miedo generalizado a jugar, a crear nuevas expectativas y posibilidades del
entendimiento? Supongo que el adulto, a diferencia del niño, teme toparse con
nuevas incertidumbres de la existencia que puedan fracturar la débil estructura
discursiva sobre la que se erige su vida. Aún así, resulta paradójico que la
misma proposición subyacente que nos fascina dentro de los márgenes del espacio
escénico, nos produzca el más vehemente rechazo fuera de su único contexto
permitido.
Llegados
a este punto, podemos precisar que ante la magia no volvemos a ser niños, más
bien recuperamos la capacidad innata, esencial para la comprensión integral de
la realidad, de “ver” aquello que es
invisible a nuestros ojos. La perdida de este poder creativo en la adolescencia
es consecuencia de la cultura, no de la condición natural de nuestra especie.
Si
reflexionamos con el detenimiento necesario, observamos que la figura del mago
nos empuja a un abismo de misterios insondables donde el hombre toma conciencia
de su vulnerabilidad e ignorancia. El ilusionista es el operante de un acto
artístico en el que se alteran alegóricamente las leyes de la naturaleza según
las cuales interpretamos todos los sucesos que en ella acontecen. Es cierto que
estos prodigios sobrenaturales no son literales, pero su impacto emocional y
cognitivo en la mente del espectador transmuta su cosmovisión y abate los
cimientos de sus concepciones. Cada efecto ilusionista tiene su correspondencia
en nuestro mundo, un mundo en el que, a pesar de nuestro talante vanidoso,
seguimos sin dar respuesta a los grandes enigmas intrínsecos que nos gobiernan
y modulan. No somos los magos meros entretenedores. Seamos conscientes de ello,
o no, en la mente del espectador nuestras acciones y procedimientos adquieren
una nueva dimensión. Cada gesto, cada pase, invocación o letanía hacen resonar
ecos desconocidos de su conciencia, muy vivos, no obstante, en el recuerdo de
su memoria milenaria.
Es
desconcertante que cada vez sean más los ilusionistas que desacreditan
sistemáticamente el valor de la magia tradicional, a pesar de ser ésta, en
muchos casos, el núcleo argumental de sus propios espectáculos. Irónicamente,
el espectador moderno, aún negando racionalmente la existencia de la magia, es
atrapado por sus hipnóticos sortilegios, ¿cómo es posible la impasibilidad
generalizada ante tamaña suma de contradicciones? El pensamiento academicista y
el irrefrenable desarrollo tecnológico del mundo coetáneo han sustituido el
conocimiento verdadero por una concatenación de datos vacíos establecidos según
la parcialidad de los intereses particulares del estado. Plantear interrogantes
que cuestionen su ideología oficial es una osadía cuyo tributo es la
marginalidad, la mofa y la incomprensión.
El
mago ha de transgredir las restricciones mentales de cada época histórica sin
ser constreñido por su modelo dominante. La manifestación de la magia en el
campo del ilusionismo mantiene un destacable patrón de semejanza con su matriz
tradicional, la armonización entre dos planos de la realidad polarizados por el
pensamiento; el plano material y el espiritual. Cualquier inclinación significativa
hacia uno de estos extremos puede desencadenar un desequilibrio vital de
consecuencias catastróficas para la persona. El hombre actual, alienado por sus
irrefrenables compulsiones consumistas, es víctima de un desalentador
desasosiego emocional que colapsa todas las facetas de su vida, un sufrimiento
apaciguado sólo, parcial e inconscientemente, por las escasas reminiscencias de
su naturaleza espiritual. El mago vulnera en sus rituales ilusionistas el
pensamiento dualista instaurado por la moral cristina. Bien/mal, cuerpo/alma,
vida/muerte, luz/sombra… son fuerzas complementarias que se articulan en una
sublime expresión artística y trascendente de la existencia. Esta reinterpretación mental penetra
la coraza de las convicciones culturales y nos revela la perspectiva atávica de
nuestros antepasados, la conciencia de una génesis que rige todas las energías
creadoras del universo en un despliegue sobrecogedor de infinitas
posibilidades. El éxtasis ante la epifanía de un nuevo orden de la realidad puede
transformar al espectador dispuesto a invocar en su interior el poder de la
intención, un potencial congénito del alma humana que el taumaturgo invoca a
través de su grimorio.
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