lunes, 27 de octubre de 2014

Mas allá del acto ilusionista - por Paco González

En los últimos tiempos se está produciendo una fuerte polémica acerca del sentido de la magia y su cometido en el marco de las artes escénicas. El fervor expresado a través de los múltiples posicionamientos y opiniones, así como el desencuentro entre representantes y pupilos de las diversas escuelas y tendencias teóricas, ha desencadenado la reflexión y profundización filosófica inherente a cualquier forma de expresión artística.

Sería conveniente preguntarnos cuál es el motivo por el que el ser humano permanece cautivado ante el desarrollo y resolución de un acto ilusionista. De forma poco precisa y tópica, los prestímanos solemos hacer referencia al niño que todos llevamos dentro para explicar el proceso por el cual la magia provoca una transformación parcial en quien la contempla o participa de ella. Aunque en cierto sentido esta premisa no va del todo desencaminada, la falta de rigor analítico y desarrollo conceptual la inhabilitan en la comprensión integral de este aspecto complejo y esencial de nuestro arte. Veamos cual puede ser el origen de este axioma aceptado por una gran parte de los magos contemporáneos.


En primer lugar, la magia constituye espacios acotados donde el público es invitado a jugar. El espectador puede relacionarse con las personas y elementos que intervengan en dicho contexto especial según las necesidades del juego sin ser, en principio, cuestionado según los criterios y pautas de comportamiento características de una sociedad determinada. Además, el juego nos permite adquirir insólitas identidades individuales y grupales así como dotar a los elementos que lo conforman de nuevos significados. Este comportamiento, reprimido educacionalmente, sólo es aceptado socialmente en la infancia o en circunstancias excepcionales. Desde este punto de vista, observamos como la magia nos libera y capacita ante la posibilidad de interactuar creativamente con sujetos y objetos, dándonos la oportunidad de asumir roles distintos a los propios.

Si bien es cierto que el niño, libre y ajeno a la influencia unidireccional del paradigma imperante, vive y acepta la experiencia de la magia con naturalidad, sin condicionamientos externos y limitadores, el espectador adulto, para alcanzar este grado de acrecentamiento perceptivo, debe detectar y neutralizar cualquier intento psíquico de interpretación racional que diseccione los sucesos mágicos en función de las visiones específicas de las tipologías científicas.

Cuando el espectador está dispuesto a desprenderse del peso de sus prejuicios inoculados por la sociedad, y es capaz de abandonarse temporalmente a los inescrutables dominios de su imaginación, despiertan los daimones y seres mitológicos del sueño de la razón poblando paisajes secretos sin parangón. Los sucesos mágicos desencadenados por la sabiduría ancestral del taumaturgo, devuelven, temporalmente, el poder de su mirada al inconmensurable océano cósmico.

Me gustaría aclarar que al hablar de imaginación hago referencia al potencial más poderoso del alma humana, capaz de percibir la naturaleza misma de las cosas allá donde ésta permanece oculta tras la niebla de la razón, la misma que precede a las ciencias y las tecnologías de vanguardia. Pero… ¿por qué este miedo generalizado a jugar, a crear nuevas expectativas y posibilidades del entendimiento? Supongo que el adulto, a diferencia del niño, teme toparse con nuevas incertidumbres de la existencia que puedan fracturar la débil estructura discursiva sobre la que se erige su vida. Aún así, resulta paradójico que la misma proposición subyacente que nos fascina dentro de los márgenes del espacio escénico, nos produzca el más vehemente rechazo fuera de su único contexto permitido.

Llegados a este punto, podemos precisar que ante la magia no volvemos a ser niños, más bien recuperamos la capacidad innata, esencial para la comprensión integral de la realidad, de “ver” aquello que es invisible a nuestros ojos. La perdida de este poder creativo en la adolescencia es consecuencia de la cultura, no de la condición natural de nuestra especie.

Si reflexionamos con el detenimiento necesario, observamos que la figura del mago nos empuja a un abismo de misterios insondables donde el hombre toma conciencia de su vulnerabilidad e ignorancia. El ilusionista es el operante de un acto artístico en el que se alteran alegóricamente las leyes de la naturaleza según las cuales interpretamos todos los sucesos que en ella acontecen. Es cierto que estos prodigios sobrenaturales no son literales, pero su impacto emocional y cognitivo en la mente del espectador transmuta su cosmovisión y abate los cimientos de sus concepciones. Cada efecto ilusionista tiene su correspondencia en nuestro mundo, un mundo en el que, a pesar de nuestro talante vanidoso, seguimos sin dar respuesta a los grandes enigmas intrínsecos que nos gobiernan y modulan. No somos los magos meros entretenedores. Seamos conscientes de ello, o no, en la mente del espectador nuestras acciones y procedimientos adquieren una nueva dimensión. Cada gesto, cada pase, invocación o letanía hacen resonar ecos desconocidos de su conciencia, muy vivos, no obstante, en el recuerdo de su memoria milenaria.

Es desconcertante que cada vez sean más los ilusionistas que desacreditan sistemáticamente el valor de la magia tradicional, a pesar de ser ésta, en muchos casos, el núcleo argumental de sus propios espectáculos. Irónicamente, el espectador moderno, aún negando racionalmente la existencia de la magia, es atrapado por sus hipnóticos sortilegios, ¿cómo es posible la impasibilidad generalizada ante tamaña suma de contradicciones? El pensamiento academicista y el irrefrenable desarrollo tecnológico del mundo coetáneo han sustituido el conocimiento verdadero por una concatenación de datos vacíos establecidos según la parcialidad de los intereses particulares del estado. Plantear interrogantes que cuestionen su ideología oficial es una osadía cuyo tributo es la marginalidad, la mofa y la incomprensión.


El mago ha de transgredir las restricciones mentales de cada época histórica sin ser constreñido por su modelo dominante. La manifestación de la magia en el campo del ilusionismo mantiene un destacable patrón de semejanza con su matriz tradicional, la armonización entre dos planos de la realidad polarizados por el pensamiento; el plano material y el espiritual. Cualquier inclinación significativa hacia uno de estos extremos puede desencadenar un desequilibrio vital de consecuencias catastróficas para la persona. El hombre actual, alienado por sus irrefrenables compulsiones consumistas, es víctima de un desalentador desasosiego emocional que colapsa todas las facetas de su vida, un sufrimiento apaciguado sólo, parcial e inconscientemente, por las escasas reminiscencias de su naturaleza espiritual. El mago vulnera en sus rituales ilusionistas el pensamiento dualista instaurado por la moral cristina. Bien/mal, cuerpo/alma, vida/muerte, luz/sombra… son fuerzas complementarias que se articulan en una sublime expresión artística y trascendente de la existencia. Esta reinterpretación mental penetra la coraza de las convicciones culturales y nos revela la perspectiva atávica de nuestros antepasados, la conciencia de una génesis que rige todas las energías creadoras del universo en un despliegue sobrecogedor de infinitas posibilidades. El éxtasis ante la epifanía de un nuevo orden de la realidad puede transformar al espectador dispuesto a invocar en su interior el poder de la intención, un potencial congénito del alma humana que el taumaturgo invoca a través de su grimorio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario